sábado, 14 de noviembre de 2009

Salvación Parte 2

Jueves 05 ¡Aprende otra vez a sonreír!

Hoy es el segundo día, brilla el sol otra vez y todo el ambiente es tan nítido. Me quedé sentada un rato en la estación, observando el amanecer mientras esperaba la llegada del tren, mirando como la gente de todos lados viene y va, pensando en como cada uno tiene una familia y sueños que perseguir para ellos. Vi muchos niños que iban temprano a la escuela con sus madres. De pronto, uno de ellos dejó caer una pelota que rodó hasta mi, se acercó y cuando me saludó sonreí sin siquiera pensarlo, fue hermoso porque él también sonrió. La vida se teje en muchas direcciones pensé, cada día vamos a tantos lugares, de tantas formas pero ¿Para qué? ¿Adonde vamos? ¿Tiene un fin todo esto? ¿Adonde estoy yendo yo? ¿Donde terminará este camino? ¿Qué buscamos en cada camino de nuestra vida? ¿Te encontraré?

Te contaré a solas algún día los sentimientos que guardé en mi el día que cumplí ocho años, el vacío que sentí en cada cumpleaños cuando todos pretendían ser felices y el ambiente se ponía “alegre”, espero que imagines el deseo que le pedía a Dios cada vez que soplaba esas velas y las ganas que tenía de verte llegar, de vete entrar por esa puerta con alguna sorpresa o sin ella, sólo quería verte… ese vacío que con el tiempo y el contar de cada día de ausencia se lleno de resentimiento, de dolor… y aquello, que debía ser olvido, se empozaba cada vez más en mi alma como una noche que iba creciendo dentro de mi ¿Por qué te fuiste mamá? ¿Por qué permitiste que fuera yo la última persona que te viera? ¿Por qué me abrazaste así ese día? ¿Tanto me odiabas?

Yo me fui alejando de todos también, no conversaba con nadie en la escuela y mis notas bajaron. Papá sólo sabía gritarme y pegarme y me fui acostumbrando a ese dolor y a sus reclamos, tanto que casi podía predecir sus palabras cuando decía que todo era mi culpa… que no valía nada… y varias veces amenazó diciendo que también me dejaría sola y se iría lejos. Ese miedo hizo que yo volviera a estudiar… ese miedo me mantuvo consciente e hizo que algunas veces me olvidara de ti, ese miedo me encerraba de algún modo porque yo quería abrazarlo pero… ¿Si se cansaba de mi? ¿Si se iba? ¿Por qué todos se alejaban de mí? Y me quedaba sola en la seguridad de que si no lo molestaba él me querría un poquito, aunque sea un poquito, aunque yo no valiera nada, él si me quería porque permanecía ahí, soportándome.

Pero Dios se acordó de mí y en el camino me envió dos ángeles.

El primero fue una niña, mi gran amiga Karen, la persona más terca y luchadora que he conocido, la pequeña niña con la que peleé por primera vez en el colegio.

Me encanta recordar ese episodio, fue cuando tenía 10 años. Ella era una de las “nuevas” del salón y no soportaba su actitud de líder, esa voluntad para intentar todo y su capacidad de soñar y desear algo mejor siempre, y para colmo la sentaron a mi lado. Así que durante el examen cogí su lápiz, lo tiré por la ventana con todas mis fuerzas y sonreí frente a ella con una mirada burlona olvidando un pequeño detalle: Ella no sabía que yo era la pobre niña abandonada y no tenía motivos para tener compasión alguna de mí.

Antes que pueda darme cuenta, ya estábamos jalándonos de los pelos y pateándonos en el suelo. Me enojé como nunca y la golpeé con todas mis fuerzas y ella no se quedó atrás. ¡Con decirles que la más lastimada fue la profesora que trató de separarnos!

Luego de eso, cuando estábamos afuera de la dirección, con las greñas desordenadas y todas magulladas, comencé a molestarle diciéndole que era una cobarde, que seguro llamaría a su mamita para esconderse y ponerse a llorar, le dije que su mamá también era una miedosa. Ella se acercó lentamente y me tiró una cachetada que hasta hoy recuerdo. Recién en ese momento la vi llorar, mientras decía que su mamá era valiente y que no vendría porque estaba en el cielo. Yo no sabía que decir… una nueva culpa llenaba mi corazón, fue la primera vez que sentí ganas de consolar el dolor de alguien, olvidando mi propio dolor.

Creo que desde ese día no hubo ocasión en que no quisiera compartir algo con ella, hice de todo para que me perdonara y así se convirtió en mi ejemplo, en mi amiga. Poco a poco me enseño a soñar otra vez, a esperar algo bonito del día siguiente, a correr por los pasillos, a jugar y asonreír, y yo, gracias a ella, mamá, me fui olvidando del dolor que me causaste.

El segundo ángel fue mi tía: “la abue Geno”, que se llamaba Genoveva, mi segunda madre, la hermana de papá.

Ella no permitió que la casa se derrumbara después de que te fuiste, siempre se preocupaba de ver todo de mí, cuidaba a papá y lo quería aunque él fuera como es, perdonándole siempre todo. Ella me daba los abrazos que tú no me dabas, me enseño lo que tú no me enseñaste como mujer y me educó con su sonrisa y su voz de viejita chistosa, siempre paciente, dedicada y graciosa como un ángel.

-Ay niña ¿Qué haces?- me decía cada vez que tenía algo que enseñarme y yo escuchaba.

Así conquistaron mi corazón y germinó la esperanza en algún rinconcito, Dios llegó a salvarme del dolor y me acercó dos personas que me devolvieron la sonrisa, los sueños, la esperanza y la fe.

Llegó el tren, ¿Llegaré al final de mi camino?

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